Zona frecuentada por los que somos locales, con restaurantes informales, más asociados con el concepto nuestro de `bochinche de playa’, en los que por lo general, se come bien.
Cuatro de la tarde. Pleno verano. Un sol que raja el asfalto. Las terrazas, abarrotadas, con gente haciendo parkour, el pino y volteretas alternadas con acrobacias al aire para encajar todos en un mismo sitio. Colas sin fin; juergas y sobremesas de una hora, dos, y bueno..., las que Dios los mantenga en pie; digo... sentados; a base de café o té, y tiro porque me toca. —A Rita, que espere. Que nos queda otra horita haciendo brainstorming para barajar las posibilidades de si dejar cincuenta, o sesenta céntimos de propina. Y comuníquele que se entretenga a base de Padres Nuestros en la acera, que estoy aquí pendiente de que me traigan la hamaca, a ver si con la misma, paso la noche sin mover un pie de la mesa—.
Obligan a comensales a abandonar un restaurante por no coincidir exactamente con el número de asientos en mesa y dejar una silla libre, pero permiten comidas interminables con dos platos. ¡Brillante! La Santa Trinidad entre los planes de cómo rentabilizar un negocio, ¡Espantando a los clientes!. Sentido común: redoble de tambores...: sin palabras.
Al caso. Había mesas vacías, y una vez nos hubimos sentado y rezamos un par de plegarias al Señor por si de casualidad tenía pensado acabar con nosotros bajo aquel toldo abrasador, e ignorar el perdón de nuestros pecados, recibimos unas cartas con sus azules y su tipografía preciosa del Word, y... BUM 17 tortazos de media el plato. Por un momento, casi me atraganto a base de margaritas en un hotel elitista de Antibes, aunque más allá de mi imaginación, lo hacía con el hueso de una aceituna, y allá abajo en la playa Melenara.
Soy sensato, pero con el calor y esos precios injustificados, la benevolencia con la que opino sobre un garito de playa, se evapora al instante.
Platos muy medios; de suficiente, con suerte. Es inaceptable, repito, con esos precios, encontrar un pelo rizado y de un color turbio, de unos 15 centímetros, enredado en las puntillas. Muy desagradable. Tampoco es de recibo, la justificación por parte del restaurante, de que el producto que sirven ha viajado de congelador en congelador desde no se sabe dónde, petrificado en un bloque de hielo, y que era de esperar encontrar literalmente de todo allí. Las enjuagaban varias veces para servir un plato de puntillas, poco menos que tomándose la molestia de extraerlas con agua hirviendo, y a pico y pala de un iceberg importado. Mudo de asombro.
Vueltas de ternera, tiernas y de buen sabor. Acompañadas de papas fritas y su correspondiente guarnición de pelos.